jueves, 16 de octubre de 2008

Cuento para aquiles que no se atreven



Este cuento ganó el segundo premio del concurso literario convocado por la Asociación de Vecinos de Mejorada del Campo, y se lo dedico a aquellos hombres y mujeres que no se permiten ni una lágrima.


Gracias a Mario por compartirlo.

Naufragio por Mario Palmero

Como cada domingo, último de mes, imperturbablemente Don Francisco se sentó en su escritorio, tomó la estilográfica que una vez le regalara su madre, y comenzó a escribir una carta para su hermano. Justo después de haber comido. Como cada domingo, último de mes, desde hacía veinte años, con la misma caligrafía inclinada y metódica con la que escribió la primera.

“Querido Álvaro,
Me impresionó mucho la última carta, sin duda Bali debe ser un sitio precioso. Sobre todo la mujer que me describes que te dio alojamiento (nunca tuviste problemas con las chicas cuando íbamos a las fiestas). Pero ya sabes que yo prefiero las mujeres de aquí. Si vieras a Doña Petra… Sigue igual de bonita, no ha cambiado ni un ápice. Aún se me entorpece el corazón con esa sonrisa suya, que parece un manojo de mariposas y ese cuerpo tan bonito. Tan de mujer. Tú ya me entiendes.
Fui a verla ayer, a la hora del café. Estaba en el bar, bailando entre las mesas con su bandeja de latón abollado. Y no sé por qué me acordé de aquella tarde en que bajamos a las lagunas de Velilla, allá cuando éramos mozos, y te reíste cuando te dije que me dejases tu navaja. ¿Recuerdas?
Ya te digo que no sé por qué, pero después de arreglar mis números, a eso de las siete, cogí la motocicleta y bajé a Velilla. Me palpitaba el alma al ver, ya de lejos, la vereda de los álamos, con sus largos troncos blancos como lanzas con estandartes de verde y alpaca. Uno se siente como un rey solitario en un poema de Darío cuando recorre la grava y la tierra dura que lleva hasta las lagunas.
No sé cómo serán las playas de Bali, Álvaro, ni la Muralla China, ni el Baikal de la Siberia Rusa, pero el sol aquí se tiñe de azúcar y malva y se derrama entre las nubes sobre el agua, que de tan brillante parece mercurio. ¿Te acuerdas cuando Don Justo nos enseñó el mercurio que guardaba en la botica? Igualito es, Álvaro, créeme. Ya sabes que yo no miento.
Y las garzas aún no se han marchado para África, para esos lugares que hace unos años me describías. Cruzaban en grandes bandadas, esquivando mi silueta que desde la tierra las envidiaba. Bajé por el sendero de la izquierda, el que llega hasta la orilla de la primera laguna y allí los pájaros me rodeaban. De tres en tres o de cuatro en cuatro se me cruzaban, hechos de música y júbilo. Entre las islas de carrizos, en aquellos perfectos escondites, se oían los bozinazos graves y guasones de los somormujos, que hacían de bajo a las garzas, que lejos en los dormideros bailaban, jugaban como cometas blancas y alborotaban el atardecer.
Y estaba mirando la infinidad calma del agua cuando un somormujo emergió, con su cabeza de dardo negro perforando la superficie, el esbelto cuello se giró al oírme gritar del susto, y se volvió a sumergir. Y todos los pájaros de los alrededores echaron vuelo y me dejaron en silencio. Un rato más estuve hasta que empezó a oscurecer y me apresuré para tener luz y ver lo que me había sacudido el recuerdo aquella tarde.
Retomé la vereda y me interné en el soto, donde los chopos ya no son damas níveas, si no que se han retorcido y arrugado, y tienen la piel gris de la sombra que, como viejas, se proyectan unos sobre otros. No me costó nada encontrar el nuestro. Cuarenta pasos y girar a la izquierda. Diez pasos más. Ni titubeé, como si el recuerdo, dormido desde hacía veinte años, tomase el control de mi mente, y solapase memorias con realidad. Caminabas a mi lado, tirando de la bici, y a la vez estaba solo entre la espesura. El nexo común era el incendio que sigue devastando mi pecho.
Como lo oyes, Álvaro, aquella herida sigue allí. Sobre el lomo ceniciento. Tú te reíste cuando te pedí la navaja. ¡Y de qué forma!
Estuve un rato más, hasta que cayó la noche y no pude ver la cicatriz pálida y suave, y deshice mi camino bajo las dos o tres estrellas, que aún valientes, se atreven a asomar su brillo por aquí.
Y nada más que contarte, mi querido Álvaro. Sigo esperando el día en que vuelvas y podamos pasear por la vereda juntos. Petra sigue preguntando por ti. Nunca tuviste problemas con las chicas.
Un sentido abrazo,
Francisco Estepalba.”

Estuvo varios minutos reuniendo saliva y luego, de un lengüetazo, empapó el pegamento del sobre. En él, con mucho mimo, como quien se despide de una parte de sí mismo, introdujo los dos folios que había escrito. Seis sellos, como siempre, y en la dirección de destino el remitente de la carta que le envió su hermano. Desde Bali. Y salir a dar un paseo por su pasado.

Llegó el día siguiente como una mujer que poco a poco, en su cama, bañada por rendijas de luz al principio, se despereza con dulzura. El mirlo de siempre cantando en la ventana. Hizo su vida matutina, concienzudamente, hasta que llamaron al timbre. Era Guillermo, el muchacho que recogía el correo de los buzones, que a petición de Francisco siempre venía expresamente hasta su casa a por la carta. La carta del último domingo de cada mes.
-Buenos días, Don Francisco. ¿Tiene la carta?
-Por supuesto.
De la repisa del recibidor tomó el sobre sellado y se lo tendió al joven, para dar paso a un silencio tenso y algo embarazoso. Que al final rompió Francisco.
-¿Te he contado cuando recibí la noticia de que mi hermano estaba muerto? Tú eres demasiado joven para ser a quien le daba yo las cartas por aquella época.
-No, Don Francisco -mintió Guillermo-. Cuénteme.
-Seré breve para no distraerle, joven. De esto hace doce años. Yo me encontraba aquí, en esta misma casa, cuando llegó Don Luís, el policía. Ahora está retirado, vive en la casa que parece de membrillo en la calle paralela a ésta. Y como te digo, vino y tocó, funestamente, mi dulce e inocente timbre. Se quedó negro el botón, ahí como lo ves, del susto. Y va y me dice que mi hermano, Álvaro el valiente, ha perecido en un accidente de barco. Así como lo oyes. Qué mal lo pasé. No dormía, ni comía, estaba seco como un cardo y sospechaba que me llegaría pronto la hora. Ignorante de mí, creerme de verdad que mi hermano había perecido, cuando sé que tiene más vidas que todos los gatos de este pueblo juntos. La sorpresa vino tres semanas más tarde. Me llegó una carta escrita por su puño y letra. Algo temblorosa, eso sí. Pero es que sobrevivir a un naufragio te tiene que cambiar. Me contaba cómo había logrado sobrevivir y había ido a parar a una pequeña isla de la Polinesia. Me dijo que no le hiciese caso a las noticias de su muerte, y que no celebrase funeral alguno. Aunque ya era demasiado tarde. En el pueblo, ya lo irás sabiendo con los años, te enterrarán aunque sólo estés acatarrado.
Ambos rieron con ganas ante el comentario.
-Bueno, Don Francisco, tengo que seguir la ronda. Nos vemos dentro de un mes.
-Muy cierto. Y recuerda que no te debes creer todo lo que te digan, siempre espera a que la verdad salga a flote por sí sola. Adiós y gracias, Jaime.
-Guillermo.
-Adiós y gracias, Guillermo. Y cuida de mi carta, es para mi hermano. Él sobrevivió a un naufragio.


Guillermo tomó la calleja y se acercó con disimulo, como quien comete un delito, a la casa de Doña Petra, que quedaba en la otra punta del pueblo. Se metió entre la madera y la cortinilla de perlas de plástico y golpeó en el marco tres veces, sin ritmo. Al cabo de unos segundos abre Petra la puerta, vestida con una bata malva que parece papel de regalo, incluso tenía un lazo.
-Buenos días, Guillermo, cielo. Qué puntual eres.
-Buenas, Doña Petra. Aquí le traigo la carta de Don Francisco.
Los dedos de ella le produjeron un ligero temblor a Guillermo cuando de sus manos cogió la carta.
-Y te volvió a contar la historia de su hermano, ¿verdad?
-Así es Doña Petra, las palabras ya le salen de memoria.
Una sonrisa dulce como un caramelo le asomó en el rostro a Doña Petra.
-Este Francisco…
-¿Se compró usted ya la televisión por satélite?
-Sí, mira el chisme –dijo Doña Petra señalando la antena parabólica que sobresalía de su tejado-, ahí está, escuchando los rumores de las estrellas.
-Genial. Bueno, Doña Petra, tengo que irme. El mes que viene nos vemos.
-Hasta el mes que viene te espero, Guillermo, cielo.
El chico se fue y ella se quedó unos instantes en la puerta. Olió la carta, inspirando con fuerza. Después se metió en casa, puso el canal de documentales en la televisión, donde hablaban de Canadá, y cogió de la mesa su libreta y su bolígrafo.

Veintiún días dejaron algunas lluvias sobre el tejado de Don Francisco antes de que a su buzón le llegase una carta con seis sellos extranjeros, como flores estampadas en un sobre amarillo. Don Francisco miró la carta con excitación. Siempre se ponía nervioso cuando tenía entre las manos la carta de Álvaro. ¿Qué aventuras contendría?
Puso la tetera al fuego y se fue a su sillón. Con una cucharilla de café rasgó el sobre, sacó dos hojas de cuaderno arrancadas y plegadas y comenzó a leer.

“Mi querido y entrañable hermano,
De nuevo por poco tu carta no me llega, ya que he vuelto a levar anclas. Me la envió a donde me encuentro ahora la preciosa mujer balinesa, a la que dejé algunas instrucciones por si le llegaba carta de mi hermano para mí.
He leído tus líneas aquí, en Vancouver, en el paseo de vértebras blancas que tiene el puerto. Bajo un sol que se esfuerza, pero no calienta. Supongo que te preguntarás qué hago aquí, y es que me hice amigo de un marino que trabajaba en un mercante en dirección a aquí y me dijo que buscaban mozos para cargar y descargar. Así que me salía el viaje gratis. No me puedo resistir a ello, ya lo sabes.
Vancouver es diferente. La gente confía, y es algo que se me hace raro después de todo lo que he visto. El tiempo parece extenderse cuando paseas por sus calles o charlas con sus habitantes. Y son todos muy educados. Fíjate que andaba yo justo al lado de la acera, pero sin ir subido en ella y un guardia me llamó la atención. ¡Imagina! El pobre se puso rojo cuando me empecé a reír. Pues no he sobrevivido yo a un naufragio y a otras mil aventuras.
Es un lugar diferente. Y es bonito.
Aunque leyendo tus palabras me entró una morriña que no sabría describir, Paco. Sólo de acordarme de todo aquello me dan ganas de poner rumbo a casa. Porque hogar no hay más que uno, y como ya te dije, cada ciudad nueva que veo me recuerda que lo dejé atrás.
Las antiguas veredas se me dibujan cuando miro al mar, como si éste sólo fuera un lienzo donde pinto cuadros que ya vi y que mi corazón anhela. Pero sabes que mi caminar aún no ha acabado. Aunque creo que pronto lo hará, y cuando menos te lo esperes apareceré ante tu puerta, que seguro que le das lustre todos los sábados, como hacía padre.
Bueno, espero que continúes bien de salud y dale un beso a Doña Petra de mi parte. Y un abrazo a Julián.
Álvaro Estepalba.”


Mientras Don Francisco paseaba su vista por los renglones de la carta, Doña Petra contaba pasos dentro del soto de álamos que había junto a las lagunas de Velilla. Cuarenta pasos y girar a la izquierda. Diez pasos más. Y allí había un árbol retorcido por el cansancio de los años. Petra, la madura Petra, dio la vuelta al árbol y vio unas marcas en su corteza. Allí había una cicatriz de navaja. Fue la joven Petra la que lo leyó, y fue la Petra que ha vivido muchas cosas y ha sobrevivido a muchas heridas, la que rompió a llorar. Tallado en la piel del abedul se dibujaba “Petra”, debajo un corazón anguloso y más abajo: “Álvaro”.




9 comentarios:

  1. Es mucho pedir que alguien me lo lea?

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  2. Bonita historia Emi...
    No sé, creo que en la sociedad actual, tan competitiva, tan individualista, todos, hombres y mujeres, nos creamos un escudo de invulnerabilidad, una capa externa que ofrecemos a la gente y que oculta nuestras debilidades. Todos tenemos debilidades, y sensibilidad, pero en público, sobre todo los hombres, no está bien visto exhibirlas, y además puede que te expongas a que los demás puedan verte vulnerable y por lo mismo puedan dañarte...

    ... luego me dormí tranquilamente...

    Besos Emi.

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  3. Rolex, a mi también me encanta que me lean historias, y, sobre todo, que me las cuenten. Una buena idea es pedirle a los hijos que nos las lean -pero no vale dormirse.

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  4. Querido Isago, afortunadamente, cada vez eso es menos frecuente. Tengo la sensación de que nuestra inteligencia emocional ha empeorado en algunas cosas, pero mejorado en otras, por ejemplo, en la capacidad de verbalizar los problemas. Es cierto que muchas personas se esconden, se protegen, tienen miedos, pero, para apuntar el lado positivo, cada vez más, nos estamos dando cuenta, especialmente los hombres, de que ser emotivo, sensible y vulnerable al dolor es una característica propia de seres inteligentes, capaces de vivir la vida hasta sus últimas consecuencias.
    Un beso especial.

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  5. Ah! La historia es maravillosa, ¿A que si?

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  6. Muy tierna realmente, bien escrita, de forma sencilla y cercana. Muy tierna, sí y
    me apunto a que me la cuenten, jajaja, puedo?
    Un beso Emi,
    ana

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  7. Muy tierna, es verdad. Y muy creible.
    Ana, sería estupendo poder organizar una reunión de lectura de poemas y cuentacuentos, juntarnos un día y, saboreando un buen vino, charlar sobre ello. Vamos, esto que hacemos aquí, en el aire.
    Y si acabáramos jugando al mus mientras bebemos cerveza, ¿eh Arturo?
    ¿Y al día siguiente un buen baño en el hamman con comida árabe, Isago?
    Vale, ya estoy desvariando.jajaja.

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  8. Uy! Y a mi nadie me lee el cuento ni entro en las lista de "actividades lúdicas diversas" con otros blogueros....

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  9. Me se olvidaba!! A mi me enseñaron, y no es una forma de decirlo, que la sensibilidad y la capacidad de emoción no dependen del género. La forma de exteriorizar lo anterior es otro tema. De la misma forma que hay personas que no tienen inconveniente en cagar delante de una multitud, tampoco las hay que tampoco encuentran problema en llorar delante de esa misma multitud. Es cuestión de pudor y de lo íntimos que consideres esos actos.

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