Foto: La casa de la esquina de Enekopy
Despedía un olor agrio, mezclado con toques de madera, cerveza y humo, que combinaban fatal con el olor a sudor rancio del dueño y el perfume empalagoso de una de las inquilinas. El tufillo podía percibirse desde la puerta de la casa que hacía esquina.
No es que yo entrara -que nunca entré. Pero, alguna vez, antes de que pasara lo que pasó, tuve que llamar a su timbre para devolverles una carta extraviada en mi buzón.
Siempre abría él, con su eterno cigarrillo colgando, en irreal malabarismo, del borde inferior del labio. Nunca me preguntó ni dijo nada más allá de un ronco gracias. A lo lejos, se oía la voz de la inquilina. Desde el fondo de la habitación, preguntaba no sé qué. Él no respondía. Cerraba la puerta y tras ella se escuchaban unos golpes secos y el ruido del tranvía.
Era el tranvía de todos los días. Todos sabíamos que en él viajaba, sin retorno, la única posible huida.
eMi