
martes, 8 de marzo de 2011
Feliz día de la mujer trabajadora

sábado, 11 de septiembre de 2010
Mensajes en clave y castillos de arena

¿Por qué no me dijiste que estabas construyendo
ese castillo de arena?
Hubiera sido tan hermoso
poder entrar por su pequeña puerta,
recorrer sus salados corredores,
esperarte en los cuadros de conchas,
hablándote desde el balcón
con la boca llena de espuma blanca y transparente
como mis palabras,
esas palabras livianas que te digo,
que no tienen más que el peso
del aire entre mis dientes.
Es tan hermoso contemplar el mar.
Hubiera sido tan hermoso el mar
desde nuestro castillo de arena,
relamiendo el tiempo
con la ternura
honda y profunda del agua,
divagando sobre las historias que nos contaban
cuando, niños, éramos un solo poro
abierto a la naturaleza.
Ahora el agua se ha llevado tu castillo de arena
en la marea alta.
Se ha llevado las torres,
los fosos,
la puertecita por donde hubiéramos pasado
en la marea baja,
cuando la realidad está lejos
y hay castillos de arena
sobre la playa…
domingo, 5 de septiembre de 2010
El Desafortunado erizo
La inmolación por la belleza, de Marco Denevi
El erizo era feo y lo sabía. Por eso vivía en sitios apartados, en matorrales sombríos, sin hablar con nadie, siempre solitario y taciturno, siempre triste, él, que en realidad tenía un carácter alegre y gustaba de la compañía de los demás. Sólo se atrevía a salir a altas horas de la noche y, si entonces oía pasos, rápidamente erizaba sus púas y se convertía en una bola para ocultar su rubor.
Una vez alguien encontró una esfera híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar de rociarlo con agua o arrojarle humo –como aconsejan los libros de zoología-, tomó una sarta de perlas, un racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o quizá falsas, cascabeles, dos o tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije de oro, flores de nácar y de terciopelo, mariposas artificiales, un coral, una pluma y un botón, y los fue enhebrando en cada una de las agujas del erizo, hasta transformar a aquella criatura desagradable en un animal fabuloso.
Todos acudieron a contemplarlo. Según quién lo mirase, semejaba la corona de un emperador bizantino, un fragmento de la cola del Pájaro Roc o, si las luciérnagas se encendían, el fanal de una góndola empavesada para la fiesta del Bucentauro, o, si lo miraba algún envidioso, un bufón.
El erizo escuchaba las voces, las exclamaciones, los aplausos, y lloraba de felicidad. Pero no se atrevía a moverse por temor de que se le desprendiera aquel ropaje miliunanochesco. Así permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los primeros fríos, había muerto de hambre y de sed. Pero seguía hermoso ...
sábado, 12 de junio de 2010
El del Espejo

Te ves al espejo, te ríes de ti.
Vives bajo el pellejo de ser maniquí
que se va haciendo viejo
ignorando que es lo que hace aquí
Te pones camisa y el vaquero de ayer,
sales siempre de prisa al amanecer
sacudiendo cenizas de vientos que no van a volver
Tan ruin y tan desamparado,
tan solo y tan minimizado.
Un taxi en la esquina, un pan con jamón.
Sigues la disciplina, el escalafón;
campeón de la rutina, de ser solo otro más del montón.
Corbata suicida, chaqueta marrón,
ya metiste la vida en el calefón.
Ponle sal a la herida y algunas tachuelas al colchón.
Tan hippie, tan encarcelado.
Tan libre, tan disciplinado.
Nadie te hará un homenaje
cuando mueras un lunes por la tarde.
Nadie se acuerda de nadie
y menos de un tipo tan cobarde.
Me estás oyendo tú el del espejo,
aunque no estamos ya pa' consejos.
Yo soy el idiota que abordo en cuestión,
una simple pelota de la situación
que rebota y rebota con tal de no atrasar la pensión.
Planeando la huida de la libertad,
se me ha ido la vida sin la voluntad
por faquir y suicida, soy sólo un peón de la sociedad.
Tan dócil y tan vulnerable.
Tan débil y tan olvidable.
Nadie te hará un homenaje
cuando mueras un lunes por la tarde.
Nadie se acuerda de nadie
y menos de un tipo tan cobarde.
Nadie te hará un homenaje
cuando mueras un lunes por la tarde.
Nadie se acuerda de nadie
y menos de un tipo tan cobarde.
Me estás oyendo tú el del espejo,
aunque no estamos ya pa' consejos.
(Nadie te hará un homenaje
cuando mueras un lunes por la tarde).
Nadie se acuerda de nadie
y menos de un tipo tan cobarde.
Nadie se acuerda de nadie
martes, 8 de junio de 2010
¿Por qué tanta prisa?
"Aunque sólo fuera por los libros que me quedan por leer, no me tiraría al vacío"Javier Krae
-¿Por qué tanta prisa? -replicó Markheim-. Es muy agradable estar aquí hablando; y la vida es tan breve y tan insegura que no quisiera apresurarme a agotar ningún placer; no, ni siquiera uno con tan poca entidad como éste. Es mejor agarrarse, agarrarse a lo poco que esté a nuestro alcance, como un hombre al borde de un precipicio. Cada segundo es un precipicio, si se piensa en ello; un precipicio de una milla de altura; lo suficientemente alto para destruir, si caemos, hasta nuestra última traza de humanidad. Por eso es mejor que hablemos con calma. Hablemos de nosotros mismos: ¿por qué tenemos que llevar esta máscara? Hagámonos confidencias. ¡Quién sabe, hasta es posible que lleguemos a ser amigos!
sábado, 8 de mayo de 2010
The History Boys

"Los mejores momentos de la lectura son aquellos en los que te encuentras con algo -un pensamiento, una sensación, una manera de entender el mundo - que hasta entonces creías que era íntimamente personal, que sólo era tuyo; y ahora, de repente, lo encuentras expresado por alguien, una persona a la que ni siquiera conoces, o que hace tiempo que ha muerto incluso. Y es como si del libro surgiera una mano y cogiera la tuya."Héctor en The History Boys de Alan Bennet
Un texto sin desperdicio, para ver, leer y anotar a cachitos, profundo e inteligente, a ratos emotivo y a ratos divertido. La cita escogida es reveladora. No me he encontrado con un pensamiento, una sensación, una manera de entender el mundo, sino con todo eso –y algo más (música, cine y poesía en estado puro)- en dos horas y media de espectáculo.
Dice José María Pou (definitivamente uno de mis últimos enamoramientos por todo… y por su voz) que en esta obra se habla de todas las cosas que a él le gustan, que son precisamente las que me interesan a mí: la educación, la enseñanza, la cultura, los libros, la poesía, los clásicos del cine, la música popular, el teatro, el placer de jugar y las ganas de aprender. Todo ello en el contexto en el que yo habitualmente me muevo: un aula con chicos a punto de iniciar una nueva etapa de sus vidas en la universidad. Allí se encuentran con un grupo de profesores, algunos pasados, otros con ganas de llegar. No hay buenos ni malos, sino una gama de matices tan infinita y real como la vida misma.
Limitar el argumento de la obra a la dicotomía entre una educación para la vida y una necesidad de enseñar para el éxito en una sociedad competitiva como la nuestra, es una simpleza - en la que ha incurrido el propio director, mi admirado Pou –y eso me sorprende- o, al menos así lo manifiesta en un par de entrevistas para la televisión quizás para evitar ser demasiado prolijo. Sin embargo, no he oído a nadie analizar el estilo alternativo de la Sra. Lintott, quien, a mi modo de ver, representa la vía intermedia, la justa medida. La obra se enmarca en los años 80, es decir, hace relativamente poco. Ella, como mujer, presenta otra forma de entender la enseñanza, de la Historia en particular y de la educación en un sentido mucho más general. La Historia, viene a decir la Sra. Lintott, es una sucesión de desastres protagonizados por los hombres, que las mujeres se han visto obligadas a ir barriendo por detrás. En cuanto a la enseñanza, es esta profesora quien, en mi opinión, consigue congeniar, de la manera más cuerda posible, el pragmatismo -necesario, con el corazón -deseable. En realidad, sería un error pretender llegar a una conclusión clara. Basta seguramente con que reflexionemos seriamente sobre cuál es el verdadero objetivo de la educación.
El regusto que me ha dejado esta obra me va a alimentar durante semanas y, aunque no me ha hecho más joven, como manifiestamente pretendía su director, sí me ha hecho más sabia.

martes, 20 de abril de 2010
El amor asesinado
De Emilia Pardo Bazán
Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarle punto de reposo.
Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que sujeta al alma a los lugares donde por primera vez se nos aparece el Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió a la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el saquillo de mano, y por último en los bolsillos de la viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa y le decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo de ti. Vamos juntos.»
Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, un anochecer que se asomó agobiada de tedio a mirar el campo y a gozar la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente, sólo consiguió Eva que el amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del tejado o por el agujero de la llave.
Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose a salvo de atrevimientos y demasías; mas no contaba con lo ducho que es en tretas y picardihuelas el Amor. El muy maldito se disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante a la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.
Ya fuera de tino, desesperando de poder tener a raya al malvado Amor, Eva comenzó a pensar en la manera de librarse de él definitivamente, a toda costa, sin reparar en medios ni detenerse en escrúpulos. Entre el Amor y Eva, la lucha era a muerte, y no importaba el cómo se vencía, sino sólo obtener la victoria.
Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque poseía instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de engatusar con maulas y zalamerías al mismo diablo, que no al Amor, de suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor, y desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole.
Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y dirigiéndole sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y mimosas, en voz velada por la emoción, de notas más melodiosas que las del agua cuando se destrenza sobre guijas o cae suspirando en morisca fuente.
El Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como varón vigoroso.
Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura; sirvióle golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le vio calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó a estrellarle, acelerando con rabia y brío.
Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor aquel! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía una lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de su boca purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones mondados de sus dientes, salía un soplo aromático, igual y puro. Sus azules pupilas, entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa de los últimos instantes; y plegadas sobre su cuerpo de helénicas proporciones, sus alas color de rosa parecían pétalos arrancados. Eva notó ganas de llorar...
No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada, libre..., cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó el pie enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía, del quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante.
Al fin, Eva soltó a la víctima y la contempló... El Amor ni respiraba ni se rebullía; estaba muerto, tan muerto como mi abuela.
Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un dolor terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que ascendía a su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente su pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía...
El Amor a quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su mismo corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.
Nota: En negrita las licencias de AqUIEstOYyo.

lunes, 2 de noviembre de 2009
Decir amigo
Paulo Coelho
Un Hombre, su caballo y su perro iban por una carretera. Cuando pasaban cerca de un árbol enorme cayó un rayo y los tres murieron fulminados. Pero el hombre no se dio cuenta de que ya había abandonado este mundo, y prosiguió su camino con sus dos animales( a veces los muertos andan un cierto tiempo antes de ser conscientes de su nueva condición…).
La carretera era muy larga y colina arriba. El sol era muy intenso, y ellos estaban sudados y sedientos.
En una curva del camino vieron un magnífico portal de mármol, que conducía a una plaza pavimentada con adoquines de oro.
El caminante se dirigió al hombre que custodiaba la entrada y entabló con él, el siguiente diálogo:
Buenos días.
Buenos días - Respondió el guardián
¿ Cómo se llama este lugar tan bonito?.
Esto es el cielo.
Qué bien que hayamos llegado al Cielo, porque estamos sedientos!
Usted puede entrar y beber tanta agua como quiera. Y el guardián señaló la fuente.
Pero mi caballo y mi perro también tienen sed…
Lo siento mucho – Dijo el guardián – pero aquí no se permite la entrada a los animales.
El hombre se levantó con gran disgusto, puesto que tenía muchísima sed, pero no pensaba beber sólo. Dio las gracias al guardián y siguió adelante.
Después de caminar un buen rato cuesta arriba, ya exhaustos los tres, llegaron a otro sitio, cuya entrada estaba marcada por una puerta vieja que daba a un camino de tierra rodeado de árboles..
A la sombra de uno de los árboles había un hombre echado, con la cabeza cubierta por un sombrero. Posiblemente dormía.
Buenos días – dijo el caminante.
El hombre respondió con un gesto de la cabeza.
Tenemos mucha sed, mi caballo, mi perro y yo
Hay una fuente entre aquellas rocas – dijo el hombre, indicando el lugar.
Podéis beber toda el agua como queráis.
El hombre, el caballo y el perro fueron a la fuente y calmaron su sed.
El caminante volvió atrás para dar gracias al hombre
Podéis volver siempre que queráis – Le respondió éste.
A propósito, ¿cómo se llama este lugar? – preguntó el hombre.
CIELO.
¿El Cielo? Pero si el guardián del portal de mármol me ha dicho que aquello era el Cielo!
Aquello no era el Cielo. Era el Infierno – contestó el guardián.
El caminante quedó perplejo.
¡Deberíais prohibir que utilicen vuestro nombre! ¡ Esta información falsa debe provocar grandes confusiones! – advirtió el caminante.
¡De ninguna manera! – respondió el hombre. En realidad, nos hacen un gran favor, porque allí se quedan todos los que son capaces de abandonar a sus mejores amigos…
viernes, 30 de octubre de 2009
El eslabón invisible
El sol caribeño anda totalmente desconcertado. Otras veces celestino, ahora, sin embargo, no entiende por qué esa pareja no le da rienda suelta a los mimos, las miradas y los besos. Por qué el lazo que une a esas dos personas, resulta invisible incluso a la vista de ellas mismas.
El caso es que ella necesita sentirse enamorada de él, como señal de que cambiar de vida es posible. Haciéndolo, dejándole entrar por entre las rendijas que siempre existen hasta en los convencimientos más estrictos, se demostrará a sí misma que quien ama tiene más posibilidades de ser amado, que se puede encontrar la dicha en esas cosas sencillas que tanto se alejan del frenesí, y que hasta los más amargos recuerdos de amores pasados, acaban sucumbiendo frente a la devastadora poesía de las nuevas caricias.
Por su parte, él necesitaría, ante todo, creerla. Distante como un susurro y frío como un témpano de hielo, jamás pensó que la belleza de una mujer pudiera traer algo que no fuera un montón de problemas, de ahí que desconfíe ante unos ojos sonrientes. Es un hombre solo. Un hombre refugiado en su trabajo. Un tipo de ésos que, como piensan que la dependencia debilita, aparentan necesitarse a sí mismo más de lo que admitirán jamás necesitar a otras personas.
Por todo lo dicho, entre ellos ha surgido antes la tensión que la atracción. En lugar de rendirse a sus inteligentes instintos, ambos han establecido un acuerdo de mínimos que les convierte en compañeros antes que en amantes. Han conseguido por tanto, que ese sentimiento soterrado bajo los cascotes del deber, les haga ser la pareja perfecta, el binomio ideal para que nadie descubra que lo que realmente les une, no es una estrecha y compacta relación profesional, sino el desmedido amor que se profesan.
miércoles, 14 de octubre de 2009
Mil veinte millones


¡Manifiéstate Contra la Pobreza!
En 2009 hay 1020 millones de personas que pasan hambre en el mundo. Manifiéstate para que los líderes políticos cumplan con los Objetivos de Desarrollo del Milenio. Viernes 16 de octubre de 2009 a las 18h. De Cibeles a Sol.
En el año 2000, 189 jefes de Estado se comprometieron con el cumplimiento de los 8 Objetivos de Desarrollo del Milenio para 2015, entre ellos, reducir a la mitad el número de personas que pasan hambre. En 2009, casi a 10 años desde la adopción de este compromiso, los objetivos siguen lejos de cumplirse. Un claro ejemplo de esto, es que en 2009 hay 1020 millones de personas que pasan hambre en el mundo.

martes, 7 de julio de 2009
El pelo de Buda
Suena el teléfono, Juan José Millás
Dan ganas de creer en algo, aunque sea en los pelos, dan ganas de coger la mochila, decir adiós a quien corresponda y largarse a Birmania para llegar a ese lugar lleno de consonantes (Kyaikhtiyo) donde se encuentra la roca dorada. Pero según lo estás pensando suena el teléfono y han ingresado a tu madre o en el periódico no han recibido el artículo que esperaban, cualquier cosa, en fin, y te olvidas de la pagoda, y de Buda, y del pelo de Buda... Total, que no vas.
¿Y si un día dejara de sonar?
sábado, 20 de junio de 2009
Los otros
"-¿Quién eres tú? -dijo la Oruga.
No era una forma demasiado alentadora de empezar una conversación. Alicia contestó un poco intimidada:
-Apenas sé, señora, lo que soy en este momento... Sí sé quién era al levantarme esta mañana, pero creo que he cambiado varias veces desde entonces."
El Otro Yo, Mario Benedetti
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente , se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse imcómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañama siguiente se habia suicidado.
Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas.
Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: «Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable».
El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.
viernes, 29 de mayo de 2009
El corazón perdido
El corazón perdido, Emilia Pardo Bazán
Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente a la primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro!, la mujer no tenía corazón. Ella debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fue que, al decirle yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba a sus órdenes de si gustaba recogerlo, la mujer, indignada, juró y perjuró que no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, linda, seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad, el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta tenía corazón! Y cuando le ofrecí respetuosamente el que yo llevaba guardadito, menos aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un modo grave suponer que, o le faltaba el corazón, o era tan descuidada que había podido perderlo así en la vía pública sin que lo advirtiese.
Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas, morenas y pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y a todas les eché los anteojos, y en todas noté que del corazón sólo tenían el sitio, pero que el órgano, o no había existido nunca, o se había perdido tiempo atrás. Y todas, todas sin excepción alguna, al querer yo devolverles el corazón de que carecían, negábanse a aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya porque sin él se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban injuriadas por la oferta, ya porque no se atrevían a arrostrar el peligro de poseer un corazón. Iba desesperando de restituir a un pecho de mujer el pobre corazón abandonado, cuando, por casualidad, con ayuda de mis prodigiosos lentes, acerté a ver que pasaba por la calle una niña pálida, y en su pecho, ¡por fin!, distinguí un corazón, un verdadero corazón de carne, que saltaba, latía y sentía. No sé por qué -pues reconozco que era un absurdo brindar corazón a quien lo tenía tan vivo y tan despierto- se me ocurrió hacer la prueba de presentarle el que habían desechado todas, y he aquí que la niña, en vez de rechazarme como las demás, abrió el seno y recibió el corazón que yo, en mi fatiga, iba a dejar otra vez caído sobre los guijarros.
Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida aún: las emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta la médula; los afectos vibraban en ella con cruel intensidad; la amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el amor, los celos, todo era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse a suprimir uno de sus dos corazones, o los dos a un tiempo, diríase que se complacía en vivir doble vida espiritual, queriendo, gozando y sufriendo por duplicado, sumando impresiones de esas que bastan para extinguir la vida. La criatura era como vela encendida por los dos cabos, que se consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su lecho de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que parecía un pajarillo, vinieron los médicos y aseguraron que lo que la arrebataba de este mundo era la rotura de un aneurisma. Ninguno (¡son tan torpes!) supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se había muerto por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho a un corazón perdido en la calle.
sábado, 4 de abril de 2009
Miedos

jueves, 16 de octubre de 2008
Cuento para aquiles que no se atreven

Como cada domingo, último de mes, imperturbablemente Don Francisco se sentó en su escritorio, tomó la estilográfica que una vez le regalara su madre, y comenzó a escribir una carta para su hermano. Justo después de haber comido. Como cada domingo, último de mes, desde hacía veinte años, con la misma caligrafía inclinada y metódica con la que escribió la primera.
“Querido Álvaro,
Me impresionó mucho la última carta, sin duda Bali debe ser un sitio precioso. Sobre todo la mujer que me describes que te dio alojamiento (nunca tuviste problemas con las chicas cuando íbamos a las fiestas). Pero ya sabes que yo prefiero las mujeres de aquí. Si vieras a Doña Petra… Sigue igual de bonita, no ha cambiado ni un ápice. Aún se me entorpece el corazón con esa sonrisa suya, que parece un manojo de mariposas y ese cuerpo tan bonito. Tan de mujer. Tú ya me entiendes.
Fui a verla ayer, a la hora del café. Estaba en el bar, bailando entre las mesas con su bandeja de latón abollado. Y no sé por qué me acordé de aquella tarde en que bajamos a las lagunas de Velilla, allá cuando éramos mozos, y te reíste cuando te dije que me dejases tu navaja. ¿Recuerdas?
Ya te digo que no sé por qué, pero después de arreglar mis números, a eso de las siete, cogí la motocicleta y bajé a Velilla. Me palpitaba el alma al ver, ya de lejos, la vereda de los álamos, con sus largos troncos blancos como lanzas con estandartes de verde y alpaca. Uno se siente como un rey solitario en un poema de Darío cuando recorre la grava y la tierra dura que lleva hasta las lagunas.
No sé cómo serán las playas de Bali, Álvaro, ni la Muralla China, ni el Baikal de la Siberia Rusa, pero el sol aquí se tiñe de azúcar y malva y se derrama entre las nubes sobre el agua, que de tan brillante parece mercurio. ¿Te acuerdas cuando Don Justo nos enseñó el mercurio que guardaba en la botica? Igualito es, Álvaro, créeme. Ya sabes que yo no miento.
Y las garzas aún no se han marchado para África, para esos lugares que hace unos años me describías. Cruzaban en grandes bandadas, esquivando mi silueta que desde la tierra las envidiaba. Bajé por el sendero de la izquierda, el que llega hasta la orilla de la primera laguna y allí los pájaros me rodeaban. De tres en tres o de cuatro en cuatro se me cruzaban, hechos de música y júbilo. Entre las islas de carrizos, en aquellos perfectos escondites, se oían los bozinazos graves y guasones de los somormujos, que hacían de bajo a las garzas, que lejos en los dormideros bailaban, jugaban como cometas blancas y alborotaban el atardecer.
Y estaba mirando la infinidad calma del agua cuando un somormujo emergió, con su cabeza de dardo negro perforando la superficie, el esbelto cuello se giró al oírme gritar del susto, y se volvió a sumergir. Y todos los pájaros de los alrededores echaron vuelo y me dejaron en silencio. Un rato más estuve hasta que empezó a oscurecer y me apresuré para tener luz y ver lo que me había sacudido el recuerdo aquella tarde.
Retomé la vereda y me interné en el soto, donde los chopos ya no son damas níveas, si no que se han retorcido y arrugado, y tienen la piel gris de la sombra que, como viejas, se proyectan unos sobre otros. No me costó nada encontrar el nuestro. Cuarenta pasos y girar a la izquierda. Diez pasos más. Ni titubeé, como si el recuerdo, dormido desde hacía veinte años, tomase el control de mi mente, y solapase memorias con realidad. Caminabas a mi lado, tirando de la bici, y a la vez estaba solo entre la espesura. El nexo común era el incendio que sigue devastando mi pecho.
Como lo oyes, Álvaro, aquella herida sigue allí. Sobre el lomo ceniciento. Tú te reíste cuando te pedí la navaja. ¡Y de qué forma!
Estuve un rato más, hasta que cayó la noche y no pude ver la cicatriz pálida y suave, y deshice mi camino bajo las dos o tres estrellas, que aún valientes, se atreven a asomar su brillo por aquí.
Y nada más que contarte, mi querido Álvaro. Sigo esperando el día en que vuelvas y podamos pasear por la vereda juntos. Petra sigue preguntando por ti. Nunca tuviste problemas con las chicas.
Un sentido abrazo,
Francisco Estepalba.”
Estuvo varios minutos reuniendo saliva y luego, de un lengüetazo, empapó el pegamento del sobre. En él, con mucho mimo, como quien se despide de una parte de sí mismo, introdujo los dos folios que había escrito. Seis sellos, como siempre, y en la dirección de destino el remitente de la carta que le envió su hermano. Desde Bali. Y salir a dar un paseo por su pasado.
Llegó el día siguiente como una mujer que poco a poco, en su cama, bañada por rendijas de luz al principio, se despereza con dulzura. El mirlo de siempre cantando en la ventana. Hizo su vida matutina, concienzudamente, hasta que llamaron al timbre. Era Guillermo, el muchacho que recogía el correo de los buzones, que a petición de Francisco siempre venía expresamente hasta su casa a por la carta. La carta del último domingo de cada mes.
-Buenos días, Don Francisco. ¿Tiene la carta?
-Por supuesto.
De la repisa del recibidor tomó el sobre sellado y se lo tendió al joven, para dar paso a un silencio tenso y algo embarazoso. Que al final rompió Francisco.
-¿Te he contado cuando recibí la noticia de que mi hermano estaba muerto? Tú eres demasiado joven para ser a quien le daba yo las cartas por aquella época.
-No, Don Francisco -mintió Guillermo-. Cuénteme.
-Seré breve para no distraerle, joven. De esto hace doce años. Yo me encontraba aquí, en esta misma casa, cuando llegó Don Luís, el policía. Ahora está retirado, vive en la casa que parece de membrillo en la calle paralela a ésta. Y como te digo, vino y tocó, funestamente, mi dulce e inocente timbre. Se quedó negro el botón, ahí como lo ves, del susto. Y va y me dice que mi hermano, Álvaro el valiente, ha perecido en un accidente de barco. Así como lo oyes. Qué mal lo pasé. No dormía, ni comía, estaba seco como un cardo y sospechaba que me llegaría pronto la hora. Ignorante de mí, creerme de verdad que mi hermano había perecido, cuando sé que tiene más vidas que todos los gatos de este pueblo juntos. La sorpresa vino tres semanas más tarde. Me llegó una carta escrita por su puño y letra. Algo temblorosa, eso sí. Pero es que sobrevivir a un naufragio te tiene que cambiar. Me contaba cómo había logrado sobrevivir y había ido a parar a una pequeña isla de la Polinesia. Me dijo que no le hiciese caso a las noticias de su muerte, y que no celebrase funeral alguno. Aunque ya era demasiado tarde. En el pueblo, ya lo irás sabiendo con los años, te enterrarán aunque sólo estés acatarrado.
Ambos rieron con ganas ante el comentario.
-Bueno, Don Francisco, tengo que seguir la ronda. Nos vemos dentro de un mes.
-Muy cierto. Y recuerda que no te debes creer todo lo que te digan, siempre espera a que la verdad salga a flote por sí sola. Adiós y gracias, Jaime.
-Guillermo.
-Adiós y gracias, Guillermo. Y cuida de mi carta, es para mi hermano. Él sobrevivió a un naufragio.
Guillermo tomó la calleja y se acercó con disimulo, como quien comete un delito, a la casa de Doña Petra, que quedaba en la otra punta del pueblo. Se metió entre la madera y la cortinilla de perlas de plástico y golpeó en el marco tres veces, sin ritmo. Al cabo de unos segundos abre Petra la puerta, vestida con una bata malva que parece papel de regalo, incluso tenía un lazo.
-Buenos días, Guillermo, cielo. Qué puntual eres.
-Buenas, Doña Petra. Aquí le traigo la carta de Don Francisco.
Los dedos de ella le produjeron un ligero temblor a Guillermo cuando de sus manos cogió la carta.
-Y te volvió a contar la historia de su hermano, ¿verdad?
-Así es Doña Petra, las palabras ya le salen de memoria.
Una sonrisa dulce como un caramelo le asomó en el rostro a Doña Petra.
-Este Francisco…
-¿Se compró usted ya la televisión por satélite?
-Sí, mira el chisme –dijo Doña Petra señalando la antena parabólica que sobresalía de su tejado-, ahí está, escuchando los rumores de las estrellas.
-Genial. Bueno, Doña Petra, tengo que irme. El mes que viene nos vemos.
-Hasta el mes que viene te espero, Guillermo, cielo.
El chico se fue y ella se quedó unos instantes en la puerta. Olió la carta, inspirando con fuerza. Después se metió en casa, puso el canal de documentales en la televisión, donde hablaban de Canadá, y cogió de la mesa su libreta y su bolígrafo.
Veintiún días dejaron algunas lluvias sobre el tejado de Don Francisco antes de que a su buzón le llegase una carta con seis sellos extranjeros, como flores estampadas en un sobre amarillo. Don Francisco miró la carta con excitación. Siempre se ponía nervioso cuando tenía entre las manos la carta de Álvaro. ¿Qué aventuras contendría?
Puso la tetera al fuego y se fue a su sillón. Con una cucharilla de café rasgó el sobre, sacó dos hojas de cuaderno arrancadas y plegadas y comenzó a leer.
“Mi querido y entrañable hermano,
De nuevo por poco tu carta no me llega, ya que he vuelto a levar anclas. Me la envió a donde me encuentro ahora la preciosa mujer balinesa, a la que dejé algunas instrucciones por si le llegaba carta de mi hermano para mí.
He leído tus líneas aquí, en Vancouver, en el paseo de vértebras blancas que tiene el puerto. Bajo un sol que se esfuerza, pero no calienta. Supongo que te preguntarás qué hago aquí, y es que me hice amigo de un marino que trabajaba en un mercante en dirección a aquí y me dijo que buscaban mozos para cargar y descargar. Así que me salía el viaje gratis. No me puedo resistir a ello, ya lo sabes.
Vancouver es diferente. La gente confía, y es algo que se me hace raro después de todo lo que he visto. El tiempo parece extenderse cuando paseas por sus calles o charlas con sus habitantes. Y son todos muy educados. Fíjate que andaba yo justo al lado de la acera, pero sin ir subido en ella y un guardia me llamó la atención. ¡Imagina! El pobre se puso rojo cuando me empecé a reír. Pues no he sobrevivido yo a un naufragio y a otras mil aventuras.
Es un lugar diferente. Y es bonito.
Aunque leyendo tus palabras me entró una morriña que no sabría describir, Paco. Sólo de acordarme de todo aquello me dan ganas de poner rumbo a casa. Porque hogar no hay más que uno, y como ya te dije, cada ciudad nueva que veo me recuerda que lo dejé atrás.
Las antiguas veredas se me dibujan cuando miro al mar, como si éste sólo fuera un lienzo donde pinto cuadros que ya vi y que mi corazón anhela. Pero sabes que mi caminar aún no ha acabado. Aunque creo que pronto lo hará, y cuando menos te lo esperes apareceré ante tu puerta, que seguro que le das lustre todos los sábados, como hacía padre.
Bueno, espero que continúes bien de salud y dale un beso a Doña Petra de mi parte. Y un abrazo a Julián.
Álvaro Estepalba.”
Mientras Don Francisco paseaba su vista por los renglones de la carta, Doña Petra contaba pasos dentro del soto de álamos que había junto a las lagunas de Velilla. Cuarenta pasos y girar a la izquierda. Diez pasos más. Y allí había un árbol retorcido por el cansancio de los años. Petra, la madura Petra, dio la vuelta al árbol y vio unas marcas en su corteza. Allí había una cicatriz de navaja. Fue la joven Petra la que lo leyó, y fue la Petra que ha vivido muchas cosas y ha sobrevivido a muchas heridas, la que rompió a llorar. Tallado en la piel del abedul se dibujaba “Petra”, debajo un corazón anguloso y más abajo: “Álvaro”.