Fotos: Cemetery from our kitchen window, Julius
“Nada se pierde, todo se transforma.”Jorge Drexler
Me he levantado temprano y, sin desayunar siquiera, he salido de casa como una autómata. Sin rumbo fijo, sin destino planificado. Ya fuera un recuerdo amargo o un brote de tristeza, el caso es que, de pronto, me he visto ante las puertas del cementerio o, más bien debiera decir, de los cementerios de mi pueblo.
He saludado al enterrador quien, solícito me ha preguntado si buscaba algo. No, no busco nada, sólo estoy echando un vistazo. Pero, miento, porque busco tumbas con una fecha. 1960. Me decepciona el aspecto homogéneo de las lápidas de granito pulido. Todas de color labrador oscuro, a pesar de la casi infinita variedad de mármoles a elegir: amarillo brasileiro, amarillo capri, amarillo veneciano, amazonita, azul orissa, azul india, gran violet, juparana real, kashmir gold, kashmir white , kinawa rosa, rojo azteca, rojo altamira, rojo balmoral, paradiso bash, negro galaxy, negro imperial, … Bellos nombres para hermosos colores.
Sólo al fondo y a la izquierda, encuentro, las viejas cruces de hierro, con chapa de porcelana, sus aquí-yace y el granito en bruto. Tumbas sorprendentemente parecidas a cunas, especialmente, las de los niños. Veo la tumba de una niña con sus mariposas, hadas y patitos. Y la de una familia alemana, con un mini jardín japonés en vez de la aburrida lápida.
Sigo paseando - o buscando- hasta que descubro una nueva puerta ¿Un cementerio junto al cementerio? Sí. Es el cementerio judío. Lápidas cuidadosamente ordenadas, orientadas al sur, mirando a Jerusalén. Ni una flor, ni una cruz. Piedras, estrellas de David y alguna que otra menorah (candelabro de siete brazos, como siete ramas de los arbustos que vio Moisés arder).
Al entrar, el enterrador me advierte de que, si no soy judía, no puedo estar allí. ¿Cómo demuestro que lo soy? Si fuera hombre debería lucir la kipá negra (una gorra, según el enterrador), pero soy mujer y voy en son de paz. Me deja curiosear, hacer fotografías no. Nos ponemos a charlar. No le pregunto su nombre. Es el enterrador, hijo y padre de enterradores. Con la mano derecha sujeta un cubo, con la izquierda reparte puñados de abono sobre los cipreses. Extrañamente, me recuerda el momento de la boda en el que se lanza arroz a los novios. Habla sin dejar de esparcir estiércol. Es el alimento procedente de otras vidas –“nada se pierde, todo se transforma”, que diría Drexler.
Aprendo que, en este cementerio, los muertos están solos. Cada uno en su lecho jamás compartido. No hay 1 de Noviembre ni días de visitas para ellos. No es bueno acudir con frecuencia al cementerio. La familia no “purifica” a sus propios muertos. Son voluntarios los que les lavan el cuerpo y tapan su cara para siempre con un velo. No hay crematorios ni nichos. Aunque aquí se usa un féretro para no incumplir las leyes españolas, el cuerpo debería estar en contacto con la tierra. Con la misma tierra eternamente. Imposible mudarse de terreno.
He saludado al enterrador quien, solícito me ha preguntado si buscaba algo. No, no busco nada, sólo estoy echando un vistazo. Pero, miento, porque busco tumbas con una fecha. 1960. Me decepciona el aspecto homogéneo de las lápidas de granito pulido. Todas de color labrador oscuro, a pesar de la casi infinita variedad de mármoles a elegir: amarillo brasileiro, amarillo capri, amarillo veneciano, amazonita, azul orissa, azul india, gran violet, juparana real, kashmir gold, kashmir white , kinawa rosa, rojo azteca, rojo altamira, rojo balmoral, paradiso bash, negro galaxy, negro imperial, … Bellos nombres para hermosos colores.
Sólo al fondo y a la izquierda, encuentro, las viejas cruces de hierro, con chapa de porcelana, sus aquí-yace y el granito en bruto. Tumbas sorprendentemente parecidas a cunas, especialmente, las de los niños. Veo la tumba de una niña con sus mariposas, hadas y patitos. Y la de una familia alemana, con un mini jardín japonés en vez de la aburrida lápida.
Sigo paseando - o buscando- hasta que descubro una nueva puerta ¿Un cementerio junto al cementerio? Sí. Es el cementerio judío. Lápidas cuidadosamente ordenadas, orientadas al sur, mirando a Jerusalén. Ni una flor, ni una cruz. Piedras, estrellas de David y alguna que otra menorah (candelabro de siete brazos, como siete ramas de los arbustos que vio Moisés arder).
Al entrar, el enterrador me advierte de que, si no soy judía, no puedo estar allí. ¿Cómo demuestro que lo soy? Si fuera hombre debería lucir la kipá negra (una gorra, según el enterrador), pero soy mujer y voy en son de paz. Me deja curiosear, hacer fotografías no. Nos ponemos a charlar. No le pregunto su nombre. Es el enterrador, hijo y padre de enterradores. Con la mano derecha sujeta un cubo, con la izquierda reparte puñados de abono sobre los cipreses. Extrañamente, me recuerda el momento de la boda en el que se lanza arroz a los novios. Habla sin dejar de esparcir estiércol. Es el alimento procedente de otras vidas –“nada se pierde, todo se transforma”, que diría Drexler.
Aprendo que, en este cementerio, los muertos están solos. Cada uno en su lecho jamás compartido. No hay 1 de Noviembre ni días de visitas para ellos. No es bueno acudir con frecuencia al cementerio. La familia no “purifica” a sus propios muertos. Son voluntarios los que les lavan el cuerpo y tapan su cara para siempre con un velo. No hay crematorios ni nichos. Aunque aquí se usa un féretro para no incumplir las leyes españolas, el cuerpo debería estar en contacto con la tierra. Con la misma tierra eternamente. Imposible mudarse de terreno.
Salgo del cementerio y me paseo por La Cabilda. Después, al llegar al pueblo -no me preguntéis por qué-, entro en la Iglesia que no he pisado en los catorce años que aquí llevo. ¿Me estoy volviendo loca?
Mientras desayuno en la única cafetería del pueblo que no exhibe la bandera española, me empieza a preocupar esta manía mía de compartir lo que no había compartido nunca.
Madame, a mi los cementerios me dan cosita. Procuro evitarlos. Pero la verdad que los nombres de los colores de las lapidas son tan bonitos que apetece detenerse a observarlos uno por uno.
ResponderEliminarY es verdad, ¿cómo se demuestran esas cosas? Que curiosas son a veces las normas.
Feliz tarde, madame
Bisous
Me encantan los cementerios, me despiertan la curiosidad, me vuelven "COTILLA", me incitan a la búsqueda, hilo fechas, nombres y asociaciones de lugar. Tu entrada me encanta y me sumo a ese sentido de la estética que inspiran. Pero me gustan más los ingleses que los nuestros, son menos religiosos y mas terrenales, creo yo.
ResponderEliminarun beso.
Me sumo al gusto por los cementerios, en cada viaje los busco. En este último viaje por Noruega, he visto cantidad de ellos, son preciosos del estilo de los de Inglaterra. El 85% de la población en Noruega es luterana, alrededor de la iglesia el cementerio, con una piedra sencilla y la inscripción y alrededor verde, verde y más verde, muy cuidado. A mí me tienen que arrancar de los cementerios y de ver las iglesias sean de la relegión que sean o del estilo que sean, me gusta verlas todas porqué ¿qui lo sá?, por tanto esta entrada me ha gustado muchísimo.
ResponderEliminarBonita entrada de un diario. He sentido la tranquilidad de un pueblo con su iglesia, su cementerio, su bar (con o sin bandera... ¿que más dará?... lo importante un buen desayuno).
ResponderEliminarFelices paseos dominicales.
Las normas son realmente curiosas porque curiosos somos los humanos. Eso de necesitar lugares separados hasta para enterrarse, no deja de llamar mi atención.
ResponderEliminarGracias, Madame por venir a visitarnos.
María, a mi también me gustan los cementerios. Me gusta su silencio, la paz que emanan, el sentimiento reflexivo que me inspiran. Meditar en la muerte, como nos recomendó nuestra querida Marié, o reflexionar sobre ella, nos hace vivir la vida con más alegría, creo yo. Y la curiosidad, es cierto.
ResponderEliminarGracias, Tuski. Yo creo que tienen un encanto romántico y algo morboso.
ResponderEliminarMe encanta que te guste la entrada. Ciertamente, esto antes iba a parar a mi diario.
ResponderEliminarLo de la bandera, Carlos, es porque las tengo alergia congénita. No me gustan las banderas, ni las fronteras, ni los cementerios que separan a los muertos.
Los cementerios son historia, son historias, son imaginación, tristeza, dolor, morbo, son muchas, muchas cosas
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo, Uma. Bienvenida al club.
ResponderEliminarCuánto da de sí la muerte.
ResponderEliminarY los cementerios.
Cuando viajo por países y ciudades que no conozco,
me gusta visitarlos (los cementerios, digo)
si tengo oportunidad.
También es cultura, y arte.
Los cementerios dicen mucho de cómo el lugar (y l@s lugareñ@s) se despiden de sus congéneres.
Curioso porque, por otra parte, nunca visité la tumba de mi padre -que se fue cuando yo tenía 11 años.
Y cuando quise hacerlo en mi última visita a Almería, no la encontré.
Creo que eso fue así porque siempre lo sentí tan cerca, que no tenía necesidad de visitar un nicho donde no sentía que quedara algo de él.
O tal vez era una forma de negación.
Para ir a donde vamos. - A la vista de esto uno no puede evitar pensar que para ir a donde vamos no hace falta correr tanto.
ResponderEliminarMarié, cómo me identifico con lo que dices. Yo creo que visitar la tumba de alguien querido tiene algo de fetichismo ¿no? Bueno, no sé. El caso es que yo tampoco participo de eso, pero me atraen los muertos y las costumbres de los vivos.
ResponderEliminarJajaja, Jaume. Yo no soy la que corro (voy siempre despacio). El que me lleva por delante con sus prisas es el jo***o tiempo.
ResponderEliminarPerdón por la cursilería, pero dejar tacos aquí me da cosa.jajaja
No tengo ni idea de qué extraña razón me lleva a confiar en mi memoria porque, la verdad, cada día es más corta. Drexler, que no Dexter, es el Jorge al que me refería. Gracias Cristina por tu corrección.
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